Antes que nada: jamás fui fan, nunca pegué posters de mi grupo favorito en la pared, ni siquiera me desviví –en un país donde semejante cosa te arroja a cierta orfandad– por algún equipo de fútbol u opción de hierro similar. Marca de fábrica, nada que hacerle, la cosa es así y no creo que sea cuestión ni de jactarse ni de sentirse condenada.
Pero probablemente fue por esta misma condición que, una vez que comencé a leer Porque demasiado no es suficiente (editorial Montacerdos) de Mariana Enriquez, no pude soltarlo. Hasta el final, una última página, la coda deliciosa, los versos donde T. S. Eliot dice: “Váyanse, váyanse, dijo el pájaro: el género humano/No puede soportar tanta realidad”.
Porque demasiado no es suficiente es una suerte de ensayo sobre eso que a mí me resulta tan ajeno: la pasión desaforada, gozosa, sufriente, del fan. Es, también, una especie de diario donde la autora cuenta su historia de amor con la banda de rock británico Suede. Y es, asimismo, una profunda pero en absoluto solemne reflexión sobre la crítica de rock escrita por mujeres. Por mujeres enamoradas. Mujeres que –como Enriquez– son capaces de amar a una banda hasta que duela y hacen de esa intensidad –ese otro lado de la razón– la fuente de su mayor lucidez, la vía desde donde, con el alma, con el cuerpo, con la mente, logran escribir lo que escriben.
La autora se remonta al siglo XIX, al romanticismo, Lord Byron, Liszt. Y resulta que, sí, tanto tiempo antes de los Beatles un escritor y un músico, en distintos puntos de Europa, fueron amados, perseguidos, adorados y reverenciados por mujeres que desfallecían por ellos y por lo que eran capaces de hacer con su arte
No soy la única que, desde la orilla del no-fan, disfrutó de este libro. Hace unos días, en el scrolleo habitual por Instagram, descubrí un posteo del psicoanalista Luciano Luterau, donde definía a Porque demasiado no es suficiente como “un libro acerca de la historia de una iniciación en el amor y en una forma de erotismo que se gesta en los vacíos y los abismos de una existencia femenina”. Luterau nos recuerda que el desborde, lo abierto, no siempre es exceso; también puede ser capacidad creadora. “De este modo –continúa– el libro explora la potencia del erotismo femenino en la experiencia de la música (en su creación, en su realización y en su elaboración crítica o periodística)”.
Por su parte, Enriquez, reflexiva, escribe: “Ser fan es tener una relación no solo a distancia, sino con la distancia. Ni siquiera es posible saber del todo quién está del otro lado”. Desesperada, afirma: “Hay pocas bandas, en serio, que me hacen sufrir así”. Despojada, sentencia: “Una canción de verano es buen sexo entre las dunas: ser fan es un matrimonio”.
El libro es una delicia porque es inteligente, confesional, reflexivo, sexi. E ilumina el fenómeno del fan –de las fans– desde un costado que puede resultar imprevisto. La autora se remonta al siglo XIX, al romanticismo, Lord Byron, Liszt. Y resulta que, sí, tanto tiempo antes de los Beatles un escritor y un músico, en distintos puntos de Europa, fueron amados, perseguidos, adorados y reverenciados por mujeres que desfallecían por ellos y por lo que eran capaces de hacer con su arte. Las pioneras.
Byronmanía: chicas que enloquecían ante la “palidez de luna” del escritor, le enviaban cartas, leían con fruición sus poemarios, se juntaban en la puerta de la editorial para verlo. Lisztomanía: públicos que entraban en éxtasis en cada concierto, mujeres que se desmayaban, que tomaban las colillas de los cigarrillos que había fumado el músico y se las guardaban en el escote. Mujeres que necesitaban –como lo ansiarían luego las fans del siglo XX– que la música exhale “choques eléctricos”, “rugidos de calor”.
Una instancia de magia, una conexión con eso otro del mundo que cada tanto irradia algo de luz.
Enriquez reivindica el fervor musical como uno de los modos del amor. Un vendaval que lleva color a los suburbios grises –ni hace falta decir dónde nacieron los más rutilantes dioses del rock–, y hace que tantos chicos, tantas chicas, puedan respirar del agobio de cada día, sentir que el corazón late y que la fantasía es posible.